El proyecto Rockeaters investiga cómo estos microorganismos liberan nutrientes esenciales para el establecimiento de otras formas de vida en la tundra antártica.

“Los días se hacen más cortos y la nieve es más frecuente en esta época. Es hora de volver a casa y dejar la isla de Livingston y la Base Antártica Española Juan Carlos I, donde tan bien hemos estado y tan científicamente productivo ha sido el último mes. El buque Hespérides nos recogerá pronto y, dentro de unos días, la base también cerrará hasta el año que viene”. Así cierra la investigadora del Grupo de Ecología Microbiana y Geomicrobiología del Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC) Asunción de los Ríos su cuaderno de bitácora el 27 de marzo de 2024, después de cuatro semanas en la península de Hurd, un lugar del mundo tan extremo, tan apartado, que muchos de nosotros solo lo llegaremos a conocer en fotos.

Junto a Rebeca Arias, la doctora Ríos codirige Rockeaters (2020-2024), un nombre rocanrolero para un proyecto centrado en los pioneros y más intrépidos habitantes de la tundra: los microorganismos que habitan en las rocas. Tras el retroceso de los glaciales, son los primeros que colonizan los suelos de las morrenas, sin nutrientes y en condiciones nada favorables. Son el eslabón inicial en el funcionamiento de este ecosistema tan especial.

Sin ellos, no se establecerían otras formas de vida. Gracias a su acción metabólica, el fósforo de las rocas se libera y, con él, podrán alimentarse organismos más complejos que llegarán después, sucesivamente, como los líquenes y los musgos, o las dos únicas plantas que se han descrito en el continente austral. “Por eso, cada vez vemos más verde la Antártida”, dice Ríos.